Es mágico, luminoso y clarificador cuando hacemos
consciencia que nos encontramos en medio de conceptos y vivencias antagónicas.
Navegamos en el centro y nuestros límites nos provocan, nos seducen y nos
recuerdan el prestigio ancestral del libre albedrío.
Podemos juzgar, podemos ir por la vida ponderando
con una supremacía moral inventada y determinar cómo debiesen vivir, pensar y
sentir los demás. Lo bello radica que, de manera contraria, podemos comprender
el universo de nuestros semejantes, sumarnos a las líneas del dolor de cada
persona y empatizar desde la honestidad y la fraternidad.
Podemos subirnos a los tentáculos engañosos de la
soberbia y no entender la fragilidad que nos ofrece la superficie y la
apariencia, pero también podemos acogernos a la humildad, esa virtud humana que
prácticamente nos permite todo: mirarnos más allá de las trampas del éxito y
del fracaso, reconocer que somos precarios y perfectibles, que no vinimos a
competir y que el talento de los demás es un privilegio y una hermosa
oportunidad.
Podemos victimizar nuestra vida y nuestra
circunstancia, pero también nos podemos hacer cargo de lo que fuimos, de lo que
somos y de lo que seremos.
Podemos pedir y esperar el paternalismo instalado de
nuestras autoridades, pero también podemos ofrecer, gestionar, rearticular
desde nosotros mismos y no permitir ser capturados por esa ayuda que está
afuera de nosotros y que siempre será insuficiente.
Podemos repetir, imitar las frases inconsistentes de
la manada que no se informa y que no tiene la cautela a la hora de emitir
opiniones. Sin embargo, también podemos crear, buscar y oxigenar desde nuestra
luminosa y limpia originalidad.
Podemos asilarnos al rencor, a esa armadura
inexpugnable que enceguece y envenena los circuitos esenciales del alma, pero
también podemos perdonar, habitar en ese lugar de privilegio de la gracia, la
desnudez y el corazón que se abre pese a haber sido defraudado.
Podemos seguir acumulando, comprar lo que no necesitamos
y ser esclavos de la tiranía de tener, de esa voracidad insaciable que captura
nuestros días. No obstante, podemos mirar hacia dentro, hurgar en esa planicie
honda y majestuosa de nuestro espíritu y encontrar, el deleite superior de
nuestro ser.
Podemos seguir en el viejo pantano de la
inconsciencia, dominados por decisiones que cargan patrones establecidos desde
la infancia y que no revisamos ni cuestionamos, pero también podemos preferir
el alumbramiento y el sagrado parto de la consciencia, ese lugar donde
despejamos la nebulosa y se expande la ventana ancha y generosa de determinar y
decidir con el resplandor de nuestra mente en convergencia absoluta con nuestro
corazón.
Parece que estuviésemos en medio de todo: entre
luces y sombras, entre el fulgor y la caverna. Sólo nos queda elegir y comulgar
con una interrogante imprescindible y esencial: para qué estamos aquí…
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